lunes, julio 24, 2006

Labios enemigos IV

La Galería de La Magdalena se había inaugurado un par de meses atrás, en la Costanera Sur. En aquel momento, yo me encontraba fuera de la ciudad, pasando mis últimos días de receso en la casa quinta de mi prima y él – como de costumbre – estaba atareado con el trabajo. Como ninguno de los dos habíamos podido ir en aquella oportunidad, convenimos en citarnos allí el día que se cumpliese un año de habernos conocido.
Durante las semanas anteriores a mi viaje, muchos aspectos de nuestra relación estaban cambiando. Nos habíamos conocido íntimamente, sin embargo yo sabía que aquello no era garantía de estabilidad. Cosas que nunca antes nos habían ocurrido - como por ejemplo, éramos incapaces de entablar una conversación fluida - nos estaban impidiendo despejar nuestras imprecisiones interiores. En el fondo, yo albergaba la esperanza de que para aquella fecha especial, ambos estuviésemos listos para hablar con profundidad.
Al regresar de mi viaje, los exámenes finales se me vinieron encima y eso me mantuvo dispersa durante varios días. Pero al cabo de una semana, en el día señalado, estaba libre nuevamente, a la espera de que él recordara nuestra salida y se comunicara para concretar los detalles. Esperé, esperé y esperé… una llamada que parecía retrasarse cada vez más. Tuve que contenerme para no marcar su número. Oír su voz me hubiera tranquilizado, mas me dije a mí misma que debía ser paciente, que era su tiempo de ceder, no el mío. Si nuestra relación tenía algún valor, él debía de acercarse. Pasaron algunas horas…Quería mantenerme firme en mi determinación y a la vez sentía que mis fuerzas escaseaban, que al final sería yo quien volvería a arriesgarse. Necesitaba actuar de algún modo o mi desesperación iría en aumento (resistir, de eso se trataba; resistir, antes de que todo llegase a su fin).
Al tercer día, vencida por mi impaciencia, instintivamente me dirigí a mi habitación, decidida a tomar la agenda telefónica y comunicarme con él. En circunstancias normales encontrar la libreta en cuestión me hubiera tomado un par de segundos, pues estaba segura de que esta se hallaba en una de las gavetas de mi escritorio. No podría explicar cómo sucedió, pero lo cierto es que revolví todos los cajones del escritorio, de la mesa de luz y del armario sin resultados satisfactorios. El único sitio que me quedaba por revisar era entre los estantes de la biblioteca. Para estas alturas mi desesperación se había transformado en rabia, perdí todo tipo de delicadeza en el trato de los libros y comencé a arrojarlos descuidadamente, ansiosa por hallar mi agenda.
Convencida de que ese día estaba perdido, estaba a punto de abandonar mi empresa cuando me topé con un cuaderno que no reconocía como propio. No tenía nada de especial, claro está, era un simple anotador - de tapa flexible y hojas finas sin rayas - de esos que se utilizan para tomar apuntes o realizar bocetos. Recorrí sus páginas para comprobar si había algo escrito pero en cada una de ellas se repetía el mismo escenario: su incorruptible blancura parecía indicarme que no se había estrenado. Llegué a la penúltima carilla, casi segura de que en la próxima no hallaría diferencia alguna, pero la delgadez del papel traslucía el anverso y eso me permitió detectar que había algo escrito. Volteé la página y me encontré con lo siguiente:
Unas gotas de rocío
escapan de tus pupilas
para emprender vuelo.
Y se elevan a los cielos:
clamando por justicia,
clamando por tu duelo.

***

Duelo… irónicamente esa era la última palabra del pequeño poema. Duelo… así era como me sentía en ese momento. Me creía una niña tonta que una vez más se había atrevido a creer en alguien y a quien, para no romper con la racha, volvían a dejar como a un juguete que pasa de moda. Sabía que si yo no exteriorizaba mi decepción, mi tristeza pasaría desapercibida. Pero tenía frente a mis ojos un cuaderno en el cual podía escribir, allí estaba la oportunidad de manifestar mis emociones.
Resolví que no aguardaría su llamado ni intentaría comunicarme con él. Ignoraría todo lo que me rodeaba y me dedicaría de lleno a relatar mis vivencias. Así fue como inicié esta especie de diario, contando cómo me había enamorado por primera vez, el fracaso de esa relación y la aparición de esta nueva persona, la cual temía que también me hiciese completar el "ritual del decir". Pero eso todavía no ha sucedido con la persona actual, esas palabras son efecto de mi imaginación, producto de una predicción incierta.
Después de un semana de largo meditar, hoy tomé mi última decisión. Retomé la búsqueda de mi libreta y esta vez los resultados fueron satisfactorios. Lo llamé para decirle que necesitaba verlo, sin más explicaciones. Al principio él se quedó extrañado, como si de súbito recordara nuestra promesa y quisiese enmendar su olvido cumpliendo ahora con nuestra cita pospuesta. Le dije que sí a todo, sin presentar queja alguna.
Esta tarde, nos encontramos. Los murales que cubrían las paredes de la galería nos acompañaban con sus matices silenciosos. Observábamos el escenario que habíamos escogido como si fuésemos dos desconocidos que estaban allí por mera casualidad. Hubo un tiempo de caminata redundante, de pasos esquivos, de contemplaciones en solitario. Sin embargo, ya no podíamos continuar haciendo garabatos sobre nuestros sentimientos. Había que salvar ese trecho que nos distanciaba, y él decidió actuar. No cambió de actitud, pero pude percibir que hallarnos en aquella situación, a aquellas horas, habiendo transcurrido unos días de la fecha crucial… todo ello estaba tomando forma en sus ojos. Su mirada era acusadora y las palabras que salieron de su boca estaban llenas de reproches. Los mismos descuidos, la misma indiferencia, los mismos sufrimientos que yo le recriminaba en mi interior, se replicaban en el espejo de su alma y me señalaban como la culpable.
Se que podría haber protestado y expresado mis propios reproches, pero me cansé de hacerlo. Aún me resulta dificultoso aceptarlo, pero ahora veo que él supo aprovechar el distanciamiento para juntar fuerzas y abrirme el candado de su alma. Me encontraba al borde del abismo, no estaba preparada para exponerme cómo él lo estaba haciendo y a la vez creía necesario responderle con ese mismo gesto. Pero no pude, me paralicé. No pude, lloré. No pude, escapé. No pude, le fallé.
***
Este ha sido mi espacio de reflexión. Pero siento que si continúo encerrada entre estas páginas, jamás voy a poder salir de la clandestinidad. No quiero seguir agonizando por el pasado. No, no quiero eso para mi vida. Quiero conocer el sabor de la dicha. Pero hasta el momento mi felicidad no ha podido ser de otra forma que de a cuotas. Me doy cuenta que con la persona actual no había podido vivir un situación de alegría ininterrumpida porque también él tenía sus propios fantasmas… la gran diferencia es que mientras él logró extirparlos sincerándose conmigo, yo trato de negárselos. Y él sabe que eso es una fachada para esconder mis miedos. Por eso enmudeció durante tanto tiempo, por eso dejó de buscarme, por eso permitió que me sintiese abandonada. Algunas crueldades son necesarias.
Escribo estas últimas líneas como testimonio de un ciclo terminado. En unas horas este cuaderno llegará a destino: estará en las manos de la persona que amo y espero sepa disculparme por haberle recelado mi pasado. Él es el único que puede perdonarme. Hoy desperté de mi letargo. Mañana puede ser el comienzo de nuestra verdadera historia.

***

lunes, julio 17, 2006

No se habla

Quisiera saber dónde se perdieron tus encantos.
Quisiera saber cómo podría recuperarlos.
Quisiera saber por qué recordarte me parece un espanto.
Y digo: "YA. BASTA. DÉJAME."
Porque no hay forma, porque no hay tiempo.
Porque se quebró tu vida.
Porque no soporto tus idas y venidas.
Y digo: "YA. BASTA. DÉJAME."
Quisiera saber a dónde partieron tus labios.
Quisiera saber cómo podría recuperarlos.
Quisiera saber por qué anhelarte me produce un colapso.
Y digo: "YA. BASTA. DÉJAME."
Porque no hay forma, porque no hay tiempo.
Porque se quebró tu vida.
Porque no soporto tus idas y venidas.
Quisiera… Pero, "YA. BASTA. DÉJAME."

Primera tristeza

Mi tristeza es en tus hombros
de un sentimiento, el resultado errado.
Agua que humedeces mis párpados,
con amargura te concede el paso,
aquel caballero que no me ha amado.

Miradas

Si tus ojos se posasen
sobre los míos,
comprobarías, alma de mi alma,
que no son mis labios
dilatación del momento,
sino fiel reflejo
del amor en un beso.

5 minutos


Asomaba a sus ojos una lágrima
Y a mi labio una frase de perdón;
Habló el orgullo y se enjuagó su llanto,
Y una frase en mis labios expiró.


Yo voy por un camino, ella por otro;
Pero al pensar en nuestro mutuo amor,
Yo digo aún: "¿Por qué callé aquel día?"
Y ella dirá: "¿Por qué no lloré yo?"

***

Sin más que decir, la joven de cabellos castaños desvió la mirada hacia la mesa contigua a la de ellos. El Gran Comedor clamaba silencio en la oscuridad y apenas se oían los susurros de los dos alumnos que furtivamente habían asistido a aquella secreta reunión.
Franco contemplaba a la chica, demasiado atónito como para emitir palabra alguna. La tenía a su lado, de espaldas, tratando de ocultar las lágrimas con interminables y tortuosos suspiros.
¿Cómo podían haber llegado a aquella desdichada situación? Malvina permaneciera inmutable, como nunca antes se había comportado. Franco no lo entendía, ella no era así sino todo lo contrario. Ella había mostrado una faceta dulce e inofensiva desde aquella ocasión en la que se habían conocido.
Eso había sucedido tiempo atrás, cuando Franco regresaba al colegio después de haber pasado varias semanas confinado en su casa. Él recordaba aquel período anterior al primer encuentro con Malvina como uno de los más duros de su vida: su madre había fallecido en un accidente automovilístico y de repente, tanto él como su padre se hallaron inmersos en un profundo sufrimiento.
En un comienzo, Franco había intentado no dar muestras de su dolor y aparentaba fortaleza, mas llegó a un punto en el que le fue imposible sostener esa farsa; no podía continuar como pupilo en el colegio sin que el resto de los alumnos y profesores notasen el impacto que le había producido aquella pérdida. Por eso había decidido alejarse por algún tiempo, al menos hasta que se hubiese recompuesto un poco.
Y así fue como, en el mismo día en el que volvía a instalarse en el instituto y retomaba sus clases, se cruzó con Malvina en uno de los pasillos. Ella llevaba sobre sus brazos una pila de libros y caminaba con prisa, sin fijarse por dónde iba. Por su parte, Franco también andaba distraído, perdido en sus propios pensamientos. Ninguno de los dos miraba lo que tenía delante de su camino y sólo se dieron cuenta de ello cuando se produjo el choque y ambos cayeron al suelo.
— Disculpa. Los libros me impedían ver. — se excusó Malvina mientras volvía a apilar los pesados volúmenes.
— Descuida, yo iba igual que tú. — le respondió Franco, con una sonrisa forzada.
— No te sientes bien, ¿verdad?
— No. Pero he estado peor. — le dijo él con un tono cortante. Franco pensó que la chica probablemente era nueva, porque no recordaba haberla visto antes. Eso explicaría el por qué ella no sabía lo que le había ocurrido, pero la expresión de su rostro se había encargado de delatarlo. — Discúlpame de nuevo. Estoy retrazado. — añadió apresuradamente
— Comprendo. A veces yo me siento así y tampoco quiero hablar de ello. — agregó ella. Había en sus palabras una calidez que Franco no pudo ignorar. — Aunque suene extraño, viniendo de una desconocida, si alguna vez quieres contarle a alguien puedes hacerlo conmigo. Mi nombre es Malvina. — terminó de decir, al tiempo que le extendía una mano.
— El mío es Franco. — completó él. Estrechó su mano por un par de segundo nomás, pero en su interior le pareció que podría continuar allí por una eternidad, sostenido por la mirada de aquella chica. Finalmente, soltó su mano y se despidió. — Si alguna vez quiero hablar con alguien, volveré a tropezarme contigo.
Al día siguiente volvieron a verse en el mismo sitio. Los encuentros se repitieron y llegó un momento en el que Franco tuvo que admitir que se sentía inmensamente cautivado por el alma tierna y compresiva de Malvina. Por ello fue que la había aceptado. Por ello se había animado a dejar fluir sus emociones. Por ello la había convertido en su novia. Por ello había hecho caso omiso a las diferencias de sociales. Por ello había soportado las bromas y las habladurías. Por ello había apaciguado un poco su orgullo, porque ella nunca lo heriría… porque parecía que hiciese lo que él hiciese, Malvina no se interpondría sino que siempre lo apoyaría.
Sin embargo, lo que acababa de suceder contradecía todo. Franco pensaba en su incredulidad. ¿Qué fue lo que ocurrió? Durante los días anteriores a esa reunión nocturna ella no había dado ninguna señal de querer acabar con la relación. Ella parecía feliz, ella debía ser feliz… ¡¿cómo podía ser posible que así porque sí Malvina se hubiese despertado, lo citase con urgencia a esas alturas de la noche y luego le comunicase que había decidido terminar con él, sin anestesia ni explicaciones?!
¿Qué fue lo que ocurrió?, Franco volvía a preguntárselo miserablemente. ¿Qué sucedió para que él no pudiese advertir su angustia? Debía de hallar alguna causa por la que ella había tomado tan abrupta determinación. Tal vez... había dejado de quererlo, o se había hartado de él... o nunca lo quiso. Quizás el tiempo que pasaban juntos se había tornado agotador y fastidioso. Tal vez ella ya no deseaba sus besos ni su presencia. ¿Sería posible que en realidad nunca la hubiera conocido de veras y todo cuanto sobrevino e hizo había sido una farsa? Pero no..., no podía ser aquello. Él sentía su admiración y cariño. Podía hasta palpar el amor sin restricciones que ella le brindaba con los brazos abiertos.
¿Qué fue lo que ocurrió? Podría ser que todo aquello fuese un malentendido. Algún malintencionado podría haberlo difamado y contado mentiras a Malvina. Pero Franco tenía la certeza de que ella nunca caería en esa clase de trucos. Aquello no podía ser el motivo de la ruptura porque entre ellos siempre había reinado una confianza cegadora,
Entonces, ¿qué fue lo que ocurrió? Quizás ella pretendía recibir aún más de lo que él ya le había ofrendado. Tal vez deseaba la misma devoción que ella le ofrecía. Quizás estaba pretendiendo que sobrepasase sus propios límites. Si ella aspiraba a eso, debía saber que él ya había cedido demasiado.
Fuese lo que fuese, Malvina permanecía callada, y de entre las pocas palabras emitidas y su reciente silencio, Franco no logró hallar la respuesta, no pudo más que percibir su dolor. Y aquel constante silencio al que ella lo sometía sin explicaciones ni argumentos, era lo que más le disgustaba.
Si la decisión de Malvina era irrevocable, entonces él no tenía otra opción que no fuera marcharse de allí cuanto antes. De ahora en adelante, debía verla como una alumna del montón, como una persona irrelevante en su vida. Y si las cosas iban a ser de ese modo, quería acabar con eso de una vez para ya no verle más el rostro; puesto que, si lo hacía, si contemplaba una vez más aquella dulce y confiada mirada, confirmaría que todo el odio que en esos instantes sentía, se iría; y él se arrojaría a sus brazos a llorarle e implorarle un por qué, una solución, una oportunidad más. ¿Cómo aquella persona tan tierna había llegado al extremo de causarle tanto daño?
Franco se levantó de la silla, aún confuso y débil, intentando no librar la pena que reflejaría en sus sollozos, junto con su rabia, su rencor y su tormento. No podía reclamar las razones del por qué, su orgullo no se lo permitía. Ya suficiente tenía con el amor que debía de ignorar a partir de ese momento. Demasiado tendría que soportar con la idea de no volver a escuchar su risa otra vez, o no volver a besarla nunca más. Nunca más. Pero, ¿por qué, por qué, por qué?
Conciente de que esta seguramente sería su última conversación, resolvió ser él quien le diera el cierre:
— ¿No deseas decirme nada más? — murmuró él poniéndose de pie, pero aún de espaldas.
— No.
La tristeza y desesperación casi le hicieron desfallecer. Franco no sabía cómo hacerle hablar sin que su propia angustia quedara expuesta.
— Bueno, entonces, ahora que te oí, me permitirás irme. Ya que, al citarme aquí, nos pusiste en peligro. Y bien sabes tú que, como presidente del Comité Estudiantil, debo dar el ejemplo y evitar todo tipo de situaciones inconvenientes. Creo que deberíamos volver a nuestras habitaciones lo más pronto posible. — dijo Franco. Le costaba hablar, se le hacía tremendamente difícil mantener la voz serena y fría. Las palabras parecían rasparle la garganta, y aquello lo incitaba aún más a romper a llorar. Pero se contenía porque estaba aguardando que se manifestara alguna señal. Una señal, eso era todo lo que necesitaba para intentar hacerle confesar. — El celador vigila todo el tiempo. Calculo que dentro de 5 minutos él volverá a pasar por aquí.
Sólo oyó un jadeo de asentimiento. Después de eso, nada. Ambos se mantenían mudos, el silencio había ganado la batalla. Él ya no encontraba nada más que decirle sin explotar en reproches y preguntas. Entonces cobró impulso y comenzó a andar en dirección al Área de los Dormitorios Masculinos. Esa era la última oportunidad que ella tenía para reaccionar, mas no lo había hecho. Ni siquiera se había vuelto para despedirse. Y allí se desmoronaron las esperanzas de Franco. En realidad, Malvina ni siquiera se había levantado para dirigirse a su cuarto, no se había movido de su lugar.
— ¿Acaso esperas a alguien más, que no te mueves? — le espetó él, comenzando a perder la paciencia — Vete que yo vigilaré que no aparezca el celador.


***

Malvina se puso de pie sin romper aquella insoportable quietud. Luego se volteó quedamente para enfrentar los insensibles e ingratos ojos que le habían destrozado el alma. Debía persistir decidida, mas aquel aspecto sereno e indiferente que observaba, sólo le incrementaba más y más su desdicha. Delante de ella estaba la confirmación de que tomaba una buena determinación. La imagen que se reflejaba ante ella era la de una persona relajada y segura, la de alguien que demostraba que no había sido afectada por lo dicho en forma alguna. Malvina intentó contenerse, pero el llanto volvía a descubrir su pena. Empezó a moverse por entre las sillas con la vista nublada por las lágrimas. Se alejaba de él sin despedirse.
— Adiós. — escuchó la voz de Franco ya desde el otro lado del salón.
Al oírlo, las escasas fuerzas que aún conservaba se desprendieron de ella sin piedad y el llanto ya no le fue suficiente para aliviar su tortura. Lloraba desconsoladamente, emitiendo gemidos, suspiros interminables, sollozos que convulsionaban su cuerpo. Trataba de no gritar, pero ya la voluntad no le respondía. No podía dejarse ver en tan deplorable estado. Prosiguió su marcha hacia su dormitorio, con paso débil, evidenciando toda su angustia.
Al llegar a las escaleras, se detuvo. Y pensó que, siendo ésta la última vez que le hablaría, la última vez que estarían a solas, sería mejor sepultar todas sus dudas. Se dio vuelta, y unos escalones abajo, halló a Franco, mirándola con un semblante un tanto extraño; algo que Malvina no pudo reconocer. Por unos instantes, se acobardó, y no quiso hablar. Prefirió aguardar a que él le explicase por qué se encontraba allí. Pero él no emitió una palabra: Malvina pudo ver en su rostro duda y expectación. Los sollozos de la joven habían cesado y el maldito silencio se había apoderado del lugar una vez más. Tal vez, por un momento, ella vio una pequeña luz que estallaba en su corazón. Quizás era la esperanza que se asomaba y le decía que no todo había acabado. Pudo notar que aquel sentimiento crecía suavizando su pesar, tratando de instalarse en el fondo de su ser; hasta que él finalmente habló:
— Te dije que sólo nos quedaban 5 minutos. Vamos, sube, no tengo toda la noche.
Y aquella luz se apagó, dejando rastros andrajosos de ira y lágrimas que resbalaban por su rostro. La pregunta que tanto le quemaba la lengua salió de sus labios en un murmullo, con toda la cólera, desesperación y tristeza acumuladas:
— A tí no te importa nada de esto, ¿verdad? — sollozó Malvina con un hilo de voz, mirando fijamente al muchacho.
Franco no reaccionó de inmediato. Parecía meditar la respuesta, ya que ésta lo había dejado estupefacto. Finalmente habló con la misma calma que ella, mas su voz estaba teñida de reproches.
— A tí es a quien no te importa nada, Malvina. — se quejó con un susurro entrecortado. Todas las explicaciones que había intentado darse a sí mismo, ella las había descartado con aquel interrogante. Ahora debía saber..., ahora tenía que entender qué fue lo que ocurrió. — Tú eres la que..., la que... abandona esto sin explicaciones... — la mirada acusadora de Franco atravesó a Malvina y la dejó momentáneamente desconcertada — Vienes, cortas conmigo y te vas... — gritó él, casi sin voz, tratando de retener las palabras.

***

jueves, julio 06, 2006

Escape

Como la ondina que surca
el mar azulado,
como el trueno que cruje
el cielo descampado,
tal es así
que me he de perder de tu regazo.

A cada paso
se despoja mi refugio
de tu pecho, y
se aferra el abismo
a mi cintura.

Un leve tropiezo,
un error del pasado.
¿Será por eso
que no me encuentro
a tu lado?

19 horas, 30 minutos

Diecinueve horas, veintinueve minutos, seis segundos.
Ingeniero en arquitectura, ex vicepresidente de la empresa constructora de mayor envergadura en todo el continente. Retirado con honores.
Diecinueve horas, veintinueve minutos, siete segundos.
Jefe de familia: esposa e hijos (dos varones) lo consideran un buen proveedor, dispuesto al diálogo, innovador, divertido, amante de los viajes familiares y la buena comida.
Diecinueve horas, veintinueve minutos, ocho segundos.
El alma de todas las reuniones, consejero y confidente incondicional, amigo de todos, enemigo de nadie.
***
Diecinueve horas, veintinueve minutos, nueve segundos.
Sólo le quedaba un segundo para llegar a la esquina. La oficina de correo permanecería abierta hasta las 19.30 y debía darse prisa si quería enviar el sobre en ese día. Al día siguiente, ya no tendría sentido.
La vereda estaba empapada a causa de la lluvia y la caminata era lenta: corría el riesgo de resbalar con facilidad, bastaba pisar una baldosa floja para terminar en el suelo. Y eso no podía suceder en ese día. La calle estaba desierta (quizás por el mal tiempo) y si tenía un accidente como ese, nadie iría en su auxilio.
Tenía que seguir adelante, su objetivo aún estaba lejos. Pero su cintura estaba adolorida, las piernas le pesaban y la mano, con la que se apoyaba sobre el bastón, le temblaba con mayor intensidad. ¿A dónde había ido a parar la vitalidad de otras épocas?
***
¿En su trabajo, esforzando sus capacidades al máximo para llegar a ser el miembro más eficiente? ¿En su familia, empeñándose por satisfacer todas las necesidades, complacer sus deseos y compartir cada momento del que disponía? ¿En sus amistades, procurando prestar un oído o una mano cada vez que alguien le precisaba o, alegrando las fiestas a las que era invitado?
En todos los aspectos de su vida, había tratado de cubrir las expectativas que pesaban sobre él. Y no le había ido nada mal: encontró a la persona que sería el amor de su vida, se unió a ella y el fruto de esa unión le concedió dos hijos maravillosos; se consagró como profesional, lo que no sólo le aseguró bienestar económico sino la posibilidad de conocer diversos lugares y extender su red de relaciones por todo el mundo.
Mas separado de estos aspectos, no podía dar cuenta de sí mismo. En su cabeza, en su corazón, no había existido un lugar siquiera para decir "Lo que YO quiero…", "Lo que YO deseo…" sino que ese espacio había estado ocupado por frases como "Lo que X quiere de mí…", "Lo que X desea de mí…", "Lo que X espera de mí…"
Hasta que llegó el día en que decidió jubilarse y así pasar más tiempo en el hogar y visitar a los amigos. A esas alturas sus hijos habían levantado vuelo y estaban construyendo sus propios nidos; pero allí estaba su amada esposa, se quedaría a su lado. Mas ella enfermó e inevitablemente se consumió su vida. Entonces, su único consuelo sería viajar y reencontrarse con sus sitios y personas favoritas; sin embargo, su débil estado de salud (La edad, la edad, le decían los médicos!) le cortaba muchas de sus andanzas.
Y cuando todo parecía perdido, surgió como furtiva, tímida, de incógnito, una pregunta y una respuesta le siguió súbitamente: "Lo que siempre he querido ser es…"
***
La encomienda se hallaba sana y salva bajo su brazo, pero la situación se volvía cada vez más insostenible. Una ráfaga de viento lo sacudió de improviso e intentó hacerle perder el equilibrio. Pero él logró sobreponerse y recuperar la estabilidad. Lo más importante, su tesoro, continuaba fuera de peligro… o al menos eso creía. El entusiasmo se había apoderado de él; pensaba que en ese día iba a darle cuerpo a su sueño y tan exaltado estaba por esa idea que, cuando cayó en cuenta de que había perdido su sobre, era demasiado tarde.
La tormenta le había sorprendido con una jugada inesperada: ahora él era una isla, aislada de todo continente, a punto de hundirse en las profundidades submarinas; y el mar de hojas de papel en el que se situaba describía un círculo perfecto, eterno, cerrado.
***
Diecinueve horas, treinta minutos, un segundo.
Anciano se abre paso entre las aguas.
Diecinueve horas, treinta minutos, dos segundos.
Larga caminata de regreso a casa.
Diecinueve horas, treinta minutos, tres segundos.
Habitación a oscuras, silla en el centro. Hombre traspasa el marco de la puerta. Camina en dirección al único asiento disponible y al llegar a este, se pone de rodillas. Coloca sus codos sobre la silla y junta ambas manos. Habla para sus adentros.
Diecinueve horas, treinta minutos, cuatro segundos.
Murmullo ininterrumpido.
Diecinueve horas, treinta minutos, cinco segundos.
Murmullo ininterrumpido.
Diecinueve horas, treinta minutos, seis segundos.
Hombre alza la voz. Palabras ininteligibles. Frases entrecortadas. "Papel. Agua. Un segundo. Texto perdido." "Papel. Agua. Un segundo. No hay correo." "Papel. Agua. Un segundo. Escritor frustrado." "Papel. Agua. Un segundo. No hay sueño." "Papel. Agua. Un segundo. Papel. Agua. Un segundo…"

Refugio

Mi refugio son las sombras
con la noche en agonía,
si me vieses cuando pasas
mi hospedaje perdería.

Un manojo de caricias
hoy te dan la bienvenida,
yo te cedo mis sonrisas
he jugado mi partida.

Destino

La armonía de tu canto
transita por mi camino,
mas el recuerdo de aquel otro
gobierna mi destino.

La comarca de las penumbras

He arribado a una comarca
donde la frialdad de tu mirada
marchita mi esencia.

He arribado a una comarca
donde el eco de tu voz
maldice mi existencia.

He arribado a una comarca
donde el exilio de tus besos
confirma mi sentencia.

Instrucciones para fabricar un espejo

La cría de espejos es un arte milenario que data del siglo V antes de Cristo. Los pioneros en este tipo de trabajo fueron los pueblos situados al sur de la Cordillera de los Andes, quienes dieron provecho a la geografía del lugar al idear la primera ganadería de altura a gran escala, conocida como So-jep-se.
Como usted sabrá, hoy en día el comercio de los espejos está en pleno apogeo. Pero, como todo oficio deshonesto, está repleto de ratas de alcantarilla que tratan de venderle espejismos mercantiles. Por eso lo más recomendable es que usted mismo fabrique sus propios espejos y también entre en el negocio.
Lo primero que debe hacer es conseguir un espejo hembra de hasta 98 años, porque a partir de los 99, comienzan a desarrollar instintos asesinos en contra de sus crías. Una vez que logre tener al espejo de sexo femenino, entiérrelo en una maceta con sal y pimienta. Si usted es un habitante urbano, a falta de montañas o mesetas, coloque la maceta en el balcón del piso de un edificio impar un día feriado, a las 9 de la mañana.
En caso de que el espejo no haga más que taladrarle los oídos con su llanto ininterrumpido, póngale música ligera y se calmará en un par de minutos.
Al cuarto día, a primera hora desparrame alrededor de la maceta un poco de agua azucarada. Esto atraerá a algún macho, quien durante la noche se encargará de cortejar a la hembra. Luego del apareamiento, usted deberá desenterrar a la futura madre (Precaución: cuídese de no ser el primero en mirar en ella o morirá al instante, es preferible que lo hagan un gato, un perro o su suegra).Pasado un mes, sumerja el espejo en dos litros de vinagre y espere a la hora del té, que es cuando dará a luz. Para entonces la demanda de espejos habrá declinado, usted tendrá una docena de chillones recién nacidos y no sabrá qué hacer con ellos.

Ellos...

El ambiente estaba impregnado de una ausencia garrafal. Quizá era ese mismo silencio que lo desmembraba por dentro el que se hacía oír en aquella habitación. O tal vez sólo era producto de su imaginación. Al final, se convenció de lo último. Después de todo, ya lo había logrado. Tras años de lucha constante, los había eliminado de allí. La casa sólo le pertenecía a él. Ellos habían sido expulsados y mientras él continuase con vida, las puertas de su hogar seguirían cerradas para el resto del mundo.Parecía ser que en un principio el haberles ganado le satisfacía del todo, pero el tiempo le estaba demostrando lo contrario. Cada mañana despertaba y cada noche rogaba para que ese fuese su último día. La fortaleza que había construido entorno de sí, que le había proporcionado tanta seguridad y tranquilidad, ahora le revelada las consecuencias de aquella guerra. Se sentía observado, vigilado, no tenía paz. Cada espacio, cada rincón, cada objeto le recordaba que en su interior aún quedaban vestigios de antiguas heridas. Las paredes, corroídas por las inclemencias del tiempo, no eran más que el reflejo de su propia decadencia.
“¿Qué haré? ¿Qué haré? ¿Qué haré?”, se preguntaba. Afuera estaban ellos, adentro él. No podía confiar en nada ni en nadie, salvo en sí mismo. Si tan sólo le quedara alguien con quien compartir esa angustia, alguien que en ese momento le tendiera siquiera una mano… Comenzaba a imaginarse cómo sería sentir el calor de esa mano protectora sobre sus hombros, y así recordar lo que era tener compañía. Poco a poco esa sensación fue tomando un camino peligrosamente inesperado. Cuando cayó en cuenta de ello, fue demasiado tarde. La presión que le ejercían sobre el cuello era cada vez mayor, el aire le escaseaba más y más y las cuencas de sus ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas.
Entonces supo, en el último suspiro, que ya nada le pertenecía.

Sir Farhin

Tras un inesperado triunfo, a la hora de regreso se le sumó la de los festejos. Los caballeros se despojaron de las pesadas armaduras, y cumplido el deber con el rey y el pueblo, se unieron ala fiesta en palacio. Como era de esperar, al merecido banquete acudieron los soberanos del reino, el concejero real y una centena de invitados, monarcas vecinos y honorables órdenes de caballería. A Sir Farhin le pesaba la mirada frente a la numerosa concurrencia. No conseguía divisar la naturaleza esplendida y abundante de la princesa. Sin su presencia, la alegría del momento perdía sentido, tan sólo quedaban estériles victorias. Gaya, reina y madre de la joven, percibió el enigmático silencio en torno al caballero favorito de su hija Tala. En ese momento recordó el aire encantador con el que solían tornar sus enormes ojos azules a la sola mención de aquel hombre. Pero hacía tiempo que esos ojos se habían cerrado a este mundo, y ese brillo ya nos haría compañía.
Aún con aquella ausencia, hubo más banquetes, danzas y torneos, a los que asistieron las figuras más nobles y distinguidas. Cuando los convidados dispusieron su partida, la reina se aproximó a Sir Farhin y secretamente le entregó una misiva. El joven cogió el mensaje y, tras las correspondientes reverencias, abandonó el palacio.Durante algún tiempo nada se supo sobre su paradero. El joven tenía un andar incierto pues se creía incapaz de llevar a cabo el pedido de Gaya. Sin embargo, la insuficiente fuerza y el poco ánimo que le acompañaban en el viaje terminaron por vaciar su corazón. La primera noche, una voz tierna y resuelta le visitó en sueños:
-“Yo soy ardiente, yo soy morena,
yo soy el símbolo de la pasión;
De ansia de goces mi alma está llena.”-le decía
-“¿A mí me buscas?”-inquirió el muchacho
-“No es a ti; no.”-respondió la voz
La noche siguiente, una nueva frase pobló sus somnolientos oídos:
-“Mi frente es pálida; mis trenzas, de oro;
puedo brindarte dichas sin fin;
Yo de ternura guardo un tesoro.”
-“¿A mí me buscas?”-preguntó Sir Farhin
-“No; no es a ti.”-le contestó nuevamente
Transcurrieron varios meses desde aquel último mensaje onírico y el caballero, absorto en sus pensamientos, ya se había olvidado de la misión que le había encomendado su reina. El único interés que rozaba su cabeza era el de develar el origen de la misteriosa voz. Fue entonces cuando se internó en la espesura de un bosque. Tan distraído iba, que no advirtió la presencia de una encorvada anciana. A sus ropas andrajosas le acompañaba un pálido semblante; una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Al cruzarse con ella, Sir Farhin estuvo a punto de derribarla con su caballo.
-Un caballero como tú, Farhin, no debería ser tan falto de cortesía.-exclamó indignada la viejecita-¡Te deseo que adquieras el aspecto del primer hombre que se tope en tu camino!-le espetó
Antes de que el joven se recuperara de la confusión, la anciana desapareció tras una nube de polvo blanco que luego se alejó. El caballero comprendió que había tenido un encuentro con un hada del bosque, y con ello, la gravedad de su insulto. La maldición no tardó en surtir efecto, pues a pocos metros vio acercarse a un feo enano montado en una mula. Su cuerpo manifestó un extraño sacudimiento, su armadura comenzó a parecerle demasiado grande, y su estatura se tornó extremadamente baja.
Aunque para él su aspecto físico o cualquier otro suceso re referente a sí mismo ya no tenía sentido, un nuevo llamado le hizo recobrar las fuerzas extintas:
-“Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y de luz;
Soy incorpórea, soy intangible.”-le habló la antigua voz
-“No puedo amarte.”-se apenó Sir Farhin. Era la primera vez que el caballero reconocía a la doncella detrás de la voz.
-“¡Oh, ven; ven tú!”-reclamó la dama antes de que el muchacho despertase.
En cuanto el caballero abandonó aquel sueño, advirtió que habían huido todos sus tristes pensamientos. Cayó en cuenta que se hallaba en medio de un lugar sombrío y tétrico, cuando comenzó a oír un grito de auxilio cada vez con mayor intensidad:
-Por favor, sálvame de estos malvados…
Sir Farhin no vaciló: se caló el yelmo y empuñó con decisión la lanza, mientras se dirigía a los malhechores:
-Puesto que han ofendido a una señorita, no les perdonaré la vida.-vitoreó. El muchacho se lanzó contra los malvados. Derribó a uno y embistió al otro, terminando con ambos. Entonces la joven a la que había salvado alzó el velo que cubría su rostro, y el caballero reconoció al hada que lo había encantado.
-No te esfuerces más, Farhin. Ahora se que en verdad no eres un caballero descortés y desmemoriado, sino alguien capaz de dar su vida por una buena causa…así que te perdono…-dijo el hada.
El caballero sintió que sus toscas facciones se invertían y pronto recuperó su aspecto inicial. Pero el hada le había otorgado una nueva cualidad a modo de obsequio: justamente ese don que Gaya le había encomendado reencontrar…A los labios de Sir Farhin arribó una sonrisa, al tiempo que la dama mágica se despedía escondida tras el ala de una paloma blanca. El caballero buscó entre sus ropas la carta de la reina y le echó una última hojeada.
“Estimado Sir Farhin:
Desde el día en que mi querida Tala se dispuso a abandonarnos, no he conseguido olvidarla. Su muerte es un peso que no puedo soportar. Por eso os ruego, Sir Farhin, cumplid con el último deseo de vuestra amada princesa: sed feliz tú, hijo mío, y yo compartiré tu dicha.” Gaya

El regreso

Heme aqui ante ti, con las vestiduras rasgadas, el alma cansada y la espada teñida con la sangre da mas de mil hombres. Largos años han pasado desde mi partida. Me enviaste a una guerra lejana por tus ansias de poder; muchas cosas han pasado en mi tierra, miro hacia atras y casi ni la reconozco, es hoy un lugar muerto. Aqui te traigo tu corona; miles de vidas se han apagado por ella; por este burdo metal, cuanto tiempo, cuanto derroche... y yo hoy la deposito ante el catarfalco. Hubiese cambiado todo por una sonrisa o un "te quiero" y sin embargo, preferiste enviarme a la lucha, a tierras lejas, mientras tu agonizabas en nuestro hogar. ¿De que sirve ahora este aureo ornamento? ¿Cuanta vida piensas comprar con su valor? Los momentos ya no vuelven, y tu te pudres bajo esta pesada losa, igual que se pudrio nuestro amor. Te dejo aqui el bien que tanto anhelabas, y lamento que no supieses elegir. Ojala sepas lucir tu corona vacia en la otra vida, padre.

Hacedor de pesadillas

Hacedor de pesadillas,
soberano de la oscuridad,
deja ya de hurgar en mi tierra
o lo habras de lamentar.

Podras usurpar mi trono,
podras desojar mi carne,
pero en mi alma
jamas has de habitar.

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