Ellos...
El ambiente estaba impregnado de una ausencia garrafal. Quizá era ese mismo silencio que lo desmembraba por dentro el que se hacía oír en aquella habitación. O tal vez sólo era producto de su imaginación. Al final, se convenció de lo último. Después de todo, ya lo había logrado. Tras años de lucha constante, los había eliminado de allí. La casa sólo le pertenecía a él. Ellos habían sido expulsados y mientras él continuase con vida, las puertas de su hogar seguirían cerradas para el resto del mundo.Parecía ser que en un principio el haberles ganado le satisfacía del todo, pero el tiempo le estaba demostrando lo contrario. Cada mañana despertaba y cada noche rogaba para que ese fuese su último día. La fortaleza que había construido entorno de sí, que le había proporcionado tanta seguridad y tranquilidad, ahora le revelada las consecuencias de aquella guerra. Se sentía observado, vigilado, no tenía paz. Cada espacio, cada rincón, cada objeto le recordaba que en su interior aún quedaban vestigios de antiguas heridas. Las paredes, corroídas por las inclemencias del tiempo, no eran más que el reflejo de su propia decadencia.
“¿Qué haré? ¿Qué haré? ¿Qué haré?”, se preguntaba. Afuera estaban ellos, adentro él. No podía confiar en nada ni en nadie, salvo en sí mismo. Si tan sólo le quedara alguien con quien compartir esa angustia, alguien que en ese momento le tendiera siquiera una mano… Comenzaba a imaginarse cómo sería sentir el calor de esa mano protectora sobre sus hombros, y así recordar lo que era tener compañía. Poco a poco esa sensación fue tomando un camino peligrosamente inesperado. Cuando cayó en cuenta de ello, fue demasiado tarde. La presión que le ejercían sobre el cuello era cada vez mayor, el aire le escaseaba más y más y las cuencas de sus ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas.
Entonces supo, en el último suspiro, que ya nada le pertenecía.
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