domingo, abril 23, 2006

Leteo

Todavía pretenden nutrirnos con políticas de compañerismo y buena voluntad, pero ese es sólo un ideal perdido, un sueño flotando entre las tantas pesadillas que abundan en la sopa. Es cierto, el alimento es limitado, podemos sentirnos dichosos si conseguimos que algún líquido decente corra por nuestra garganta. Pero de todos modos, cualquier cosa es preferible a los discursos vomitivos, el peor error que uno puede cometer es dejarse seducir por un restaurador de la solidaridad. Hay que cuidarse de sus misioneros, repeler cualquier tipo de posible encuentro, evitar que se ganen nuestra simpatía. Es difícil escapar, lo admito, porque nosotros a duras penas sobrevivimos y ellos son tantos… es increíble como se multiplican.
A uno le gusta suponer que jamás le sucederá tal cosa y que, llegada la ocasión, uno será más hábil, más rápido que ellos. Entre tanto, nos alivia pensar que nosotros estamos aquí y que ellos están allá, fingiendo que transitamos rutas paralelas. Un día decidimos cambiar (o lo que es más frecuente, nos vemos obligados a hacerlo) y nos salimos del recorrido habitual: tomamos otra vía de acceso, viramos en tal o cual esquina. Eso es todo lo que un misionero necesita para exprimir hasta la última gota de nuestras fuerzas.
A uno se le olvidan todas las recomendaciones, todos los procedimientos que había ensayado para salir victorioso de esa situación. No es nuestra culpa, claro está, pues la creencia de que todos somos expertos es una tendencia humana que sostenemos hasta que abandonamos el plano de la teoría. Porque en la práctica, en la tensión diaria, sale a la luz hasta el más ínfimo rastro de debilidad. Tales condiciones parecen presagiar nuestra derrota. Los misioneros lo saben y lo utilizan a su favor. En estos tiempos, debatir contra un adversario tan vulnerable no es cosa para desaprovechar.
Desconocemos su modus operandi, sólo sabemos que una vez que uno es abordado por un restaurador, puede considerarse prácticamente derrotado. Las palabras, los gritos o los impulsos violentos no representan ningún peligro para el misionero. Es lamentable, pero las estadísticas demuestran que en la mayoría de los casos, ellos tienen las de ganar. Regidos por la primera premisa de su doctrina, la población solidaria posee fuertes lazos de dependencia y cooperación mutua, por lo que no faltará quien, a la muerte de un misionero, organice una búsqueda furiosa para dar con el agresor. Y el destino de este último será peor que perder su vida.
El panorama es bastante desalentador, uno no tiene duda de ello. Nuestra relación con los restauradores solidarios dista de ser pacífica, incluso manteniendo nuestras reservas. Ellos son seres belicosos, listos para arrancarle los ojos al prójimo si este no accede a someterse a su voluntad. Actúan como predadores, como cazadores furtivos. Profesan la libertad e igualdad de todos los presentes y sin embargo, encabezan la lista de los privilegiados. Comida, salud y comodidades forman parte de sus placeres cotidianos. No conocen la tremenda sensación del frío azotando nuestros cuerpos casi desnudos, no oyen el rugir de nuestros estómagos moribundos; no saben, no quieren, se niegan a mirar más allá de sus narices.
En algún momento de la historia de esta pequeña ciudad, la ayuda solidaria fue algo más que un simple imaginario. Ahora es imposible encontrar algún vestigio de aquellas épocas. La solidaridad, como solíamos concebirla, ya no existe. Las buenas intensiones son la gran simulación del hoy. Aquellos que se hacen llamar nuevos solidarios persiguen un único fin, sus propios beneficios. Alimentan nuestras ilusiones, simulan que vienen en nuestro auxilio, que nos conducen al paraíso… Pero todo es evanescente: cuando están seguros que no reclamaremos y que sus privilegios no corren peligro por un buen tiempo, nos devuelven a nuestra realidad de una bofetada. Quienes apuestan al retorno de los viejos tiempos y creen en esta nueva solidaridad, son traicionados y quienes aún batallamos por salvar nuestro pellejo, nos vemos obligados a diluirnos en la marginalidad.
De lo que se trata es de suprimir. Si quieres sobrevivir, tienes que estar preparado para barrer de tu camino todo aquello que perturbe tu andar. Resigna cualquier clase de sentimiento, olvida a tus seres queridos, renuncia a tu identidad por completo. Si lo logras, verás que esa es la única salida: cuando el pasado es difuso, el presente sobrecogedor y el futuro más que desolador, tener esperanzas parece ser un lujo que no pueden darse los pobres.

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